El Espíritu santo es nuestra vida





¿Por qué se conoce tan poco al Espíritu Santo?

No se conoce al Espíritu, tan sólo se le adivina «de rebote», indirectamente, por lo que hace decir, orar y obrar a aquellos en quienes «habita»





Por: André Fermet | Fuente: mercaba.org



¿A qué se debe, en el fondo, que sea tan difícil conocer al Espíritu Santo? Tiene que haber unas razones «objetivas» para esta dificultad.



Pienso que la razón principal es que el Espíritu da la impresión de carecer de «rostro», de no ser una persona a la que se ve «enfrente». En efecto, hay frente a frente (uno frente a otro) en el caso Padre/Hijo; pero no lo hay en Padre/Espiritu, o en Hijo/Espiritu. Nunca ora Jesús dirigiéndose al Espíritu como a un «tú»; más bien parece que su oración se produce «bajo la moción del Espíritu».



Testimonio de esto es el texto de Lc 10,21: «Se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo y dijo: Yo te bendigo, Padre...». Por lo que a nosotros se refiere, sucederá lo mismo: el Espíritu es el que, ante todo, ora en nosotros, es la fuente de nuestra verdadera oración; él es lo primero que pedimos al Padre y a Jesús para poder orar, más bien que aquel a quien directamente oramos (aunque se puede hacer).



Digamos además con C. Moeller y luego con Urs von Balthasar, que el Espíritu es «el Revelante no revelado». Entiéndase por tal no el que habla para revelarse a sí mismo, sino el que «hace hablar» (habló por los profetas), el que hace escribir y escuchar y dar gracias.



Y no por eso su papel es menos importante que el del Padre y el del Hijo; y no por eso se puede poner entre paréntesis al Espíritu sin que de ello se siga daño: siendo menos explícitamente conocido o reconocido, sin embargo la experiencia que de él se tiene es previa y fundamental; ya lo decíamos al principio: su acción íntima, discreta, nos permite reconocer, nombrar y orar al Padre, y nos da el confesar que Jesús es Señor.



También puede intentarse la aproximación por medio de imágenes o símbolos, para intentar mostrar que este «misterio del Espíritu» es como normal. El Espíritu es la luz en que vivimos inmersos, alcanzamos nuestro pleno desarrollo y descubrimos al Padre, un poco en el sentido del Salmo 36,10: «En tu luz vemos la luz». Es la mirada misma con que divisamos al Padre y al Hijo y vislumbramos el misterio de Dios. Urs von Balthasar dirá de él: «No quiere ser visto, sino ser en nosotros el ojo que ve». Un cántico reciente intenta otra imagen: «Espíritu, tu nos recorres como la sangre».



En fin, el Espíritu es en lo profundo de nosotros el amor que nos certifica que Dios ama, que nos ama a nosotros. Este es el verdadero sentido del versículo que nos es tan conocido: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rm 5); «el amor que Dios nos tiene y no el amor que nosotros tenemos a Dios», puntualiza la nota de la traducción ecuménica de la Biblia.



El Espíritu Santo es también el amor que hace que nosotros amemos. Resumiendo, en el fondo todas estas imágenes vienen a decir lo mismo: no se conoce al Espíritu, tan sólo se le adivina «de rebote», indirectamente, por lo que hace decir, orar y obrar a aquellos en quienes «habita». Y si es tan indispensable y a la vez tan misterioso, se debe a que representa lo más secreto del misterio de Dios: «El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios (. ) Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 2, 10-11). ¡Extraordinario texto!



Tal es la dificultad con que tropezamos cuando tratamos de conocer al Espíritu Santo. Pero esta dificultad no debe detenernos, sino más bien estimularnos para avanzar más en este conocimiento, con respeto y audacia, hasta llegar a «denominar» al Espíritu Santo y trazar el perfil de su identidad propia. El Nuevo Testamento nos permite decir: el Espíritu Santo es el Espíritu del Padre y del Hijo.



Pero pienso que para denominarle de manera justa y plena, bastaría que le llamáramos «el Espíritu del Hijo», «el Espíritu de Jesús» ¿Por qué? Sencillamente porque tenemos la encarnación, y porque Jesús es la manifestación (la revelación) última y suprema de la gloria, la sabiduría y el amor del Padre: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). «El Hijo es reflejo de su gloria (del Padre), impronta de su ser» (Hb 1,3).





ANDRE FERMET

EL ESPÍRITU SANTO ES NUESTRA VIDA

Sal Terrae






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