ORACION INICIAL
Señor mío y Dios mío
Dios de la salvación renovada de generación en generación, aleja en nosotros todo lo que es muerte y lejanía de ti, danos vida y actitudes de resucitados contigo y haznos testigos de tu reino entre los hombres, por el amor, la justicia y la paz.
Pon sabiduría, Señor, en nuestro lenguaje, pon ternura en nuestra mirada, pon misericordia en nuestra mente que hace juicios, pon entrega y calor en nuestras manos, pon escucha en nuestros oídos para el clamor de los hermanos, pon fuego en nuestro corazón para que no se acostumbre a sus carencias y a su dolor.
Quédate con nosotros, haznos gustar el pan del evangelio, deja que en el camino, mientras vas con nosotros, se nos cambie la vida... Y envíanos de nuevo, audaces y gozosos, para decir al mundo que vives y que reinas, que quieres que el amor solucione las cosas, y cuentas con nosotros.
Y que Tú vas delante, como norte y apoyo, como meta y camino, hasta el fin de los días.
— La fe es un don de Dios.
— Necesidad de buenas disposiciones para creer.
— Fe y oración. Pedir la fe.
I. Llegó Jesús a un lugar donde le aguardaban sus discípulos. Allí se encontraban también un padre que había llevado a su hijo enfermo, un grupo de escribas y una gran muchedumbre. Al ver aparecer a Jesús se llenaron de alegría y fueron a su encuentro: todo el pueblo se quedó sorprendido, y acudían corriendo a saludarle1, como debemos acudir nosotros a la oración y al Sagrario. Todos le echaban de menos. El padre se adelanta entre la muchedumbre que rodea al Señor: Maestro -le dice-, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu inmundo (...). Pedí a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido.
Los discípulos, que ya habían realizado algunos otros milagros en nombre del Señor, intentaron curarle pero no lo lograron. Jesús les explicó luego, en casa, qué faltaba en ellos para que hubiesen podido realizar el prodigio. El padre tiene una fe deficiente; posee alguna, pues ha acudido en busca de la curación, pero no la fe plena, la confianza sin límites que Jesús pedía y pide. Y el Señor, como hace siempre, le mueve a dar un paso más. Al principio este hombre se dirige a Cristo con humildad, pero vacilante: Si algo puedes, ayúdanos, compadecido de nosotros. Y Jesús, «conociendo las perplejidades de aquella alma, le anticipa: si tú puedes creer, todo es posible para el que cree (Mc 9, 22). Todo es posible: ¡omnipotentes! Pero con fe. Aquel hombre siente que su fe vacila, teme que esa escasez de confianza impida que su hijo recobre la salud. Y llora. Que no nos dé vergüenza este llanto: es fruto del amor de Dios, de la oración contrita, de la humildad. Y el padre del muchacho, bañado en lágrimas, exclamó: ¡Oh Señor! yo creo: ayuda tú mi incredulidad (Mc 9, 23)»2, ¡Qué gran acto de fe para que nosotros lo repitamos muchas veces!: Jesús, ¡yo creo, pero imprime Tú más firmeza a mi fe! ¡Enséñame a acompañarla de obras, a llorar mis pecados, a confiar en tu poder y en tu misericordia!
La fe es un don divino; solo Dios la puede infundir más y más en el alma. Es Él quien abre el corazón del creyente para que reciba la luz sobrenatural, y por eso debemos implorarla; pero a la vez son necesarias unas disposiciones internas de humildad, de limpieza, de apertura..., de amor que se abre paso cada vez con más seguridad.
Si en alguna ocasión nuestra fe vacila ante el apostolado, las dificultades..., o se torna insegura la de nuestros amigos, hermanos, hijos..., imitemos a este buen padre. En primer lugar pide más fe, porque esta virtud es un don. Pero, a la vez crecer en ella depende de nosotros mismos. Abrir los ojos –comenta San Juan Crisóstomo– es cosa de Dios, escuchar atentamente es cosa propia; es a la vez obra divina y humana3. Debemos imitar a este hombre en su humildad: no tiene méritos propios que presentar, por eso acude a su misericordia: ayúdanos, ten compasión de nosotros. Este es el camino seguro que debe seguir toda petición: acudir a la compasión y misericordia divinas. Por nuestra parte, la humildad, la limpieza de alma y la apertura de corazón hacia la verdad nos dan la capacidad de recibir esos dones que Jesús nunca niega. Si la semilla de la gracia no prosperó se debió exclusivamente a que no encontró la tierra preparada. Señor, ¡auméntame la fe!, le pedim
«Dios se deja ver de quienes son capaces de verle, porque tienen abiertos los ojos de la mente. Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienen cubiertos de tinieblas y no pueden ver la luz del sol. Y no deja de brillar la luz solar porque los ciegos no la vean, sino que se debe atribuir esta oscuridad a su falta de capacidad para ver»7. ¡Cómo habremos de cuidar la frecuente Confesión de nuestras faltas y pecados, si este sacramento nos limpia y nos dispone para ver con mayor claridad al Señor ya aquí en la tierra!
En el apostolado debemos tener en cuenta que, con frecuencia, el gran obstáculo para que muchos acepten la fe, la vocación o una vida cristiana coherente son los pecados personales no remitidos, los afectos desordenados y las faltas de correspondencia a la gracia. «El hombre, llevado de sus prejuicios, o instigado por sus pasiones y mala voluntad, no solo puede negar la evidencia, que tiene delante, de los signos externos, sino resistir y rechazar también las superiores inspiraciones que Dios infunde en su alma»8. Si falta el deseo de creer y de hacer la voluntad de Dios en todo, cueste lo que cueste, no se aceptará ni siquiera lo que es evidente. De ahí que quien vive encerrado en su egoísmo, quien no busca el bien sino la comodidad o el placer, tendrá muchas dificultades para creer o para entender un ideal noble; y, si se trata de alguien que ya ha respondido positivamente a una vocación de entrega a Dios, encontrará una resistencia creciente ante las concretas exigencias de su llamada.
La Confesión sincera y contrita, bien preparada, se presenta así como el gran medio para encontrar el camino de la fe, la claridad interior necesaria para ver lo que Dios pide. Cuando una persona purifica y limpia su corazón ha preparado el terreno para que la semilla de la fe y de la generosidad crezca en su alma y dé fruto. Hacemos un inmenso bien a las almas cuando les ayudamos para que se acerquen al sacramento del Perdón. Es de experiencia común que muchos problemas y dudas se terminan con una buena Confesión; el alma ve con mayor claridad cuanto más limpia está y cuanto mejores son las disposiciones de la voluntad.
Solo con la oración venceremos determinados obstáculos, conseguiremos superar tentaciones y ayudar a muchos amigos a llegar hasta Cristo. Comentando este pasaje del Evangelio, explica San Beda que al enseñar a los Apóstoles cómo debe ser expulsado este demonio tan maligno, nos indica a todos cómo hemos de vivir, y cómo la oración es el medio para superar incluso las mayores tentaciones. La oración no solo son las palabras con que invocamos la misericordia divina, sino también lo que ofrecemos en obsequio de nuestro Señor, movidos por la fe9. Todo nuestro trabajo y nuestras obras deben ser plegaria llena de frutos.
Acompañemos la oración con las buenas obras, con un trabajo bien realizado, con el empeño por hacer mejor aquello en que queremos la mejora del amigo. Esa actitud ante Dios abre también camino a un aumento de fe en el alma. «Es solamente en la oración, en la intimidad del diálogo inmediato y personal con Dios, que abre los corazones y las inteligencias (cfr. Hech 16, 14), donde el hombre de fe puede ahondar en la comprensión de la voluntad divina respecto a su propia vida»10, y a todo lo que a ella atañe.
Pidamos con frecuencia al Señor que nos aumente la fe: ante el apostolado cuando los frutos tardan en llegar, ante los defectos propios o de quienes nos rodean que no se superan, cuando nos vemos con escasas fuerzas para lo que Dios quiere de nosotros: ¡Señor, auméntanos la fe! Así pedían los Apóstoles cuando, a pesar de oír y ver al mismo Cristo, sentían flaquear su confianza. Jesús siempre ayuda. A lo largo del día de hoy, y todos los días, nos sentiremos necesitados de decir: ¡Señor! ¡No me dejes solo con mis fuerzas, que nada puedo! La petición de aquel buen padre nos anima hoy a dirigirnos a Jesús en demanda de mayor fe: «Se lo decimos con las mismas palabras nosotros ahora, al acabar este rato de meditación. ¡Señor, yo creo! Me he educado en tu fe, he decidido seguirte de cerca. Repetidamente, a lo largo de mi vida, he implorado tu misericordia. Y, repetidamente también, he visto como imposible que tú pudieras hacer tantas maravillas en el corazón de tus hijos. ¡Señor, creo! ¡Pero ayúdame, para creer más y mejor!
»Y dirigimos también esta plegaria a Santa María, Madre de Dios y Madre Nuestra, Maestra de fe: ¡bienaventurada tú, que has creído!, porque se cumplirán las cosas que se te han anunciado de parte del Señor (Lc 1, 45)»11.
1 Mc 9, 13-28. — 2 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 204. — 3 Cfr. San Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles, 35. — 4 Jn 7, 16-17. — 5 Cfr. Jn 5, 41-44. — 6 Cfr. Jn 8, 42-44. — 7 Pío XII, Enc. Humani generis, 12-VIII-1950. — 8 San Teófilo de Antioquía, Libro I, 2, 7. — 9 Cfr. San Beda, Comentario al Evangelio de San Marcos, in loc. — 10 A. del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, pp. 92-93. — 11 San Josemaría Escrivá, loc. cit.
ORACION FINAL
Señor, aquí estoy delante de ti.
Ayúdame a tomar conciencia viva de que tú estás conmigo siempre. Esté donde esté, tu presencia amorosa me envuelve.
Dame tu gracia para que este rato de oración me sea provechoso.
Que vea claro qué quieres de mí. Dame un corazón nuevo, que me guíe por tus caminos de amor. Me pongo en tus manos, Señor.
Soy todo tuyo. Haz de mí lo que tú quieras. Amén.