ORACION INICIAL
Señor mío y Dios mío
Dios de la salvación renovada de generación en generación, aleja en nosotros todo lo que es muerte y lejanía de ti, danos vida y actitudes de resucitados contigo y haznos testigos de tu reino entre los hombres, por el amor, la justicia y la paz.
Pon sabiduría, Señor, en nuestro lenguaje, pon ternura en nuestra mirada, pon misericordia en nuestra mente que hace juicios, pon entrega y calor en nuestras manos, pon escucha en nuestros oídos para el clamor de los hermanos, pon fuego en nuestro corazón para que no se acostumbre a sus carencias y a su dolor.
Quédate con nosotros, haznos gustar el pan del evangelio, deja que en el camino, mientras vas con nosotros, se nos cambie la vida... Y envíanos de nuevo, audaces y gozosos, para decir al mundo que vives y que reinas, que quieres que el amor solucione las cosas, y cuentas con nosotros.
Y que Tú vas delante, como norte y apoyo, como meta y camino, hasta el fin de los días.
— Jesús devuelve a su pureza original la dignidad del matrimonio. Unidad e indisolubilidad.
— Apostolado sobre la naturaleza del matrimonio. Ejemplaridad de los cónyuges. Santidad de la familia.
— El matrimonio cristiano.
I. Nos muestra el Evangelio de la Misa1 a Jesús enseñando a una multitud que llegaba de todas las poblaciones vecinas. Y en medio de estas gentes sencillas que reciben con avidez la Palabra de Dios se presentan unos fariseos con intenciones torcidas, queriendo enfrentar a Cristo con la Ley de Moisés. Le preguntan si es lícito al marido repudiar a su mujer. Jesús les dijo: ¿Qué os mandó Moisés? Ellos dijeron: Moisés permitió darle escrito el libelo de repudio y despedirla. Esto era por todos admitido, pero se discutía si era lícito repudiar a la mujer por cualquier motivo2, por una causa insignificante, incluso sin motivo alguno.
Jesucristo, Mesías e Hijo de Dios, conoce perfectamente el sentido de dicha Ley: Moisés había permitido el divorcio por la dureza de corazón de su pueblo, y protegió la condición de la mujer, pues era tan denigrante que era considerada en muchos casos como una esclava sin derecho alguno, prescribiendo un documento (el libelo de repudio) por el cual la mujer repudiada recuperaba de nuevo la libertad. Este certificado significaba un verdadero avance social para aquellos tiempos de barbarie en tantas costumbres3.
Pero Jesús devuelve a su pureza original la dignidad del matrimonio, según lo instituyera Dios al principio de la Creación: los hizo Dios varón y hembra; por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne; de modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió, no lo separe el hombre.
Esta enseñanza resonó extraordinariamente exigente en los oídos de todos, de tal manera que los mismos discípulos –según relata San Mateo– le dijeron: Si tal es la condición del hombre con respecto a su mujer, no trae cuenta casarse4. Y la conversación debió de alargarse, porque de nuevo, ya en casa, volvieron a preguntarle. Y Jesús declaró para siempre: Cualquiera que repudie a su mujer y se una con otra, comete adulterio contra aquella; y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio.
El Señor señala cómo Dios estableció en un principio la unidad y la indisolubilidad del matrimonio. San Juan Crisóstomo, comentando esta enseñanza, expresa en fórmula sencilla y clara que el matrimonio es de uno con una y para siempre5. El Magisterio de la Iglesia, custodio e intérprete de la ley natural y divina, ha enseñado de modo constante que el matrimonio fue instituido por Dios con lazo perpetuo e indisoluble, y «que fue protegido, confirmado y elevado no con leyes de los hombres, sino del autor mismo de la naturaleza, Dios, y el restaurador de la misma naturaleza, Cristo Señor; leyes, por tanto, que no pueden estar sujetas al arbitrio de los hombres, ni siquiera al arbitrio contrario de los mismos cónyuges»6. El matrimonio no es un simple contrato privado, no puede romperse por voluntad de los contrayentes. No existe razón humana, por fuerte que pueda parecer, capaz de justificar el divorcio, que es contrario a la ley natural y a la divina.
Juan Pablo II alentaba a los esposos cristianos para que, aun viviendo en ambientes donde las normas de vida cristiana no sean tenidas en la debida consideración o sufran una fuerte presión contraria, sean fieles al proyecto cristiano de la vida familiar7. Y nosotros debemos pedir con frecuencia por la estabilidad de las familias –comenzando por la propia–, y hemos de procurar ser siempre instrumentos de unión a través del servicio gustoso, de la alegría continua, de un apostolado eficaz que lleve a todos a Dios. ¿Pedimos cada día por aquel de la familia que más lo necesita? ¿Tenemos más atenciones con el más débil, con el que más flaquea? ¿Cuidamos con esmero de quien se encuentra enfermo?
II. El cristiano no debe dejarse impresionar, a la hora de recordar el valor y la santidad del matrimonio, por las dificultades o incluso por las burlas que puede encontrar en el ambiente, de igual manera que al Señor no le importó que el clima existente en el pueblo de Israel fuese contrario a sus enseñanzas. Al defender la indisolubilidad de la institución matrimonial llevamos a cabo un bien inmenso a todos.
Jesucristo, en contra del ambiente de aquella época acerca de la institución matrimonial, le devuelve toda su dignidad originaria y la eleva al orden sobrenatural, al instituir el matrimonio como uno de los siete sacramentos que habrían de santificar a los cónyuges y la vida familiar. Y hoy, cuando en tantos ambientes se ataca la dignidad de este sacramento y sus propiedades esenciales, o tratan de ridiculizarlo con toscas parodias, es deber de los cristianos, como hiciera Jesús en su tiempo, hacer su apología y poner las bases para que la familia, unida y sólida, sea cimiento de la misma sociedad.
La familia «tiene que ser objeto de atención y de apoyo por parte de cuantos intervienen en la vida pública. Educadores, escritores, políticos y legisladores han de tener en cuenta que gran parte de los problemas sociales y aun personales tienen sus raíces en los fracasos o carencias de la vida familiar. Luchar contra la delincuencia juvenil o contra la prostitución de la mujer y favorecer al mismo tiempo el descrédito o el deterioro de la institución familiar es una ligereza y una contradicción.
»El bien de la familia en todos sus aspectos tiene que ser una de las preocupaciones fundamentales de la actuación de los cristianos en la vida pública. Desde los diversos sectores de la vida social hay que apoyar el matrimonio y la familia, facilitándoles todas aquellas ayudas de orden económico, social, educativo, político y cultural que hoy son necesarias y urgentes para que puedan seguir desempeñando en nuestra sociedad sus funciones insustituibles (cfr. Familiaris consortio, n. 45).
»Hay que advertir, sin embargo, que el papel de las familias en la vida social y política no puede ser meramente pasivo. Ellas mismas deben ser “las primeras en procurar que las leyes no solo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y deberes de la familia” (Ibídem, n. 44), promoviendo así una verdadera “política familiar” (Ibídem)»8.
La ejemplaridad y la alegría de los esposos cristianos han de preceder en el apostolado con sus hijos y con otras familias a quienes tratan por razones de amistad, relaciones sociales, objetivos comunes en la educación de los hijos, etc. Esa alegría, en medio de las dificultades normales de toda familia, nace de una vida santa, de la correspondencia a la vocación matrimonial. Y los hijos, siguiendo su propia vocación, realizan un bien muy grato al Señor cuando se esfuerzan en poner todos los medios a su alcance para mantener el ambiente propio de una familia cristiana en la que todos viven las virtudes humanas y las sobrenaturales: alegría, cordialidad, sobriedad, laboriosidad, respeto mutuo
III. Al quedar elevado al orden sobrenatural, todo amor humano se engrandece y afianza porque, en el sacramento cristiano, el amor divino penetra en el amor humano, lo engrandece y lo santifica. Es Dios quien une con vínculo sagrado y santificante a hombre y mujer en el matrimonio; por eso, lo que Dios ha unido no lo separe el hombre. Precisamente porque Dios une con vínculos divinos, lo que eran dos cuerpos y dos corazones se hacen una caro, una sola carne, como un solo cuerpo y un mismo corazón, a semejanza de la unión de Cristo con su Iglesia9.
El matrimonio no es solo una institución social; no es solo un estado jurídico, civil y canónico; es también una nueva vida, abnegada, rebosante de amor, santificante de los cónyuges y santificadora de todos los que componen la familia.
Es bueno que nos detengamos durante la oración con el Señor para examinar distintos aspectos de la conducta diaria: la convivencia cordial y afectuosa –libre de discusiones, de críticas o quejas–; la disponibilidad para el cuidado de la casa y para la atención material de los hijos, de los hermanos, de los abuelos...; el aprovechamiento del tiempo en los días festivos, evitando el ocio o los pasatiempos inútiles; la serenidad ante las contrariedades; la sencillez en el modo de vivir las celebraciones, el sentido cristiano de santificar las fiestas, de plantear un viaje o un período de vacaciones; el respeto por la libertad y opiniones de los demás, junto con el oportuno consejo; el interés por los estudios y la formación en las virtudes humanas y cristianas de los hijos, de los hermanos más pequeños...; la atención de aquellos que requieran un cuidado y comprensión más esmerados y más sacrificados, etc.
Si los padres se aman, con amor humano y sobrenatural, serán ejemplares y los hijos se mirarán en ellos para encontrar respuesta a tantos interrogantes como les plantea la vida. En un ambiente alegre, en el que el ejercicio de las virtudes humanas ocupará un lugar muy importante, se mantendrá el ideal cristiano y los nobles afanes humanos. Entonces, la familia se convierte en un lugar privilegiado para la «renovación constante de la Iglesia»10, para la nueva evangelización del mundo, a la que el Papa actual nos llama.
Pidamos a la Santísima Virgen, Madre del Amor Hermoso, la gracia abundante de su Hijo Jesucristo para la familia propia y para todas las familias cristianas de la tierra.
1 Mc 10, 1-12. — 2 Mt 19, 3. — 3 Cfr. Sagrada Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, in loc. — 4 Mt 19, 10. — 5 Cfr. San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 62, 1. — 6 Pío XI, Enc. Casti connubii, 31-XII-1930. — 7 Cfr. Juan Pablo II, Homilía durante la Misa para las familias cristianas, Madrid 2-XI-1982. — 8 Conferencia Episcopal Española, Instruc. Past. Los católicos en la vida pública, 22-IV-1986, nn. 160-162. — 9 Cfr. Ef 22. — 10 Juan Pablo II, Alocución 21-IX-1978.
ORACION FINAL
Señor, aquí estoy delante de ti.
Ayúdame a tomar conciencia viva de que tú estás conmigo siempre. Esté donde esté, tu presencia amorosa me envuelve.
Dame tu gracia para que este rato de oración me sea provechoso.
Que vea claro qué quieres de mí. Dame un corazón nuevo, que me guíe por tus caminos de amor. Me pongo en tus manos, Señor.
Soy todo tuyo. Haz de mí lo que tú quieras. Amén.