Reflexiones de Pentecostés



REFLEXIONES DE PENTECOSTÉS (I)

En esta fiesta de Pentecostés, nuestra mirada se dirige instintivamente hacia María, ahora más que nunca, "la llena de gracia”. Podría parecer que después de los dones inmensos prodigados en su concepción inmaculada, después de los tesoros de santidad que derramó en Ella la presencia del Verbo Encarnado durante los nueve meses que lo llevó en su seno, después de los socorros especiales que recibió para obrar y sufrir unida a su Hijo en la obra de la Redención, después de los favores con que Jesús la enriqueció, después de la gloria de la Resurrección, el cielo había agotado la medida de los dones con que podía enriquecer a una simple creatura, por elevada que estuviese en los planes eternos de Dios.



Todo lo contrario. Una nueva misión comienza ahora para María: en este momento nace de Ella la Iglesia; María acaba de dar a luz a la Esposa de su Hijo y nuevas obligaciones la reclaman. Jesús solo ha partido para el cielo; la ha dejado sobre la tierra para que inunde con sus cuidados maternales éste, su tierno fruto. ¡Qué gloriosa es la infancia de nuestra amada Iglesia, recibida en los brazos de María, alimentada por ella, sostenida por ella desde los primeros pasos de su carrera en este mundo! Necesita, pues, la nueva Eva, la verdadera "Madre de los vivientes", un nuevo aumento de gracias para responder a esta misión; por eso es el objeto primario de los favores del Espíritu Santo.

Él fue quien la fecundó en otro tiempo para que fuese la Madre del Hijo de Dios; en este momento la hace Madre de los cristianos. "El río de la gracia, como dice David, inunda con sus aguas a esta Ciudad de Dios que la recibe con regocijo " (Salmo 45); el Espíritu de Amor cumple hoy el Oráculo de Cristo al morir sobre la Cruz. Había dicho señalando al hombre: "Mujer, he ahí a tu Hijo", ha llegado el tiempo y María ha recibido con una plenitud maravillosa esta gracia maternal que comienza a ejercer desde hoy y que la acompañará aún sobre su trono de Reina hasta que la Iglesia se haya desarrollado suficientemente y Ella pueda abandonar esta tierra, subir al cielo y ceñir la diadema esperada.

Contemplemos la nueva belleza que aparece en el rostro de quien el Señor ha dotado de una segunda maternidad: esta belleza es la obra maestra que realiza en este día el Espíritu Santo. Un fuego celeste abrasa a María y un nuevo amor se enciende en su corazón: se halla por entero ocupada en la misión para la cual ha quedado sobre la tierra.

La gracia apostólica ha descendido sobre ella. La lengua de fuego que ha recibido no hablará en predicaciones públicas; pero hablará a los apóstoles, los guiará y los consolará en sus fatigas. Se expresará con tanta dulzura como fuerza al oído, de los fieles que sentirán una atracción irresistible hacia Aquella a quien el Señor ha colmado de sus gracias. Como una leche generosa, dará a los primeros fieles de la Iglesia la fortaleza que les hará triunfar en los asaltos del enemigo, y arrancándose de su lado, irá Esteban a abrir la noble carrera de los mártires.

Consideremos ahora al colegio apostólico. ¿Qué les ha sucedido, después de la venida del Espíritu Santo, a estos hombres a quienes encontrábamos ya tan diferentes de sí mismos después de las relaciones tenidas durante cuarenta días con su Maestro? Han sido transformados, pues un ardor divino los arrebata y dentro de breves instantes se lanzarán a la conquista del mundo. Ya se ha cumplido en ellos todo lo que les había anunciado su Maestro; realmente, ha descendido sobre ellos el poder del Altísimo a armarlos para el combate. ¿Dónde están los que temblaban ante los enemigos de Jesús, los que dudaban en su resurrección? La verdad que les ha predicado su Maestro aparece clara ante sus inteligencias; ven todo, comprenden todo. El Espíritu Santo les ha infundido la fe en el grado más sublime y arden en deseos de derramar esta fe por el mundo entero. Lejos de temer, en adelante estarán dispuestos a afrontar todos los peligros, predicando a todas las naciones el nombre y la gloria de Cristo, como Él se los había mandado.

En segundo plano aparecen los discípulos, menos favorecidos en esta visita que los doce príncipes del colegio apostólico, pero inflamados como ellos del mismo fuego: también ellos se lanzarán a conquistar el mundo y fundarán numerosas cristiandades. El grupo de las santas mujeres también ha sentido la venida, de Dios manifestada bajo la forma de fuego. El amor que las detuvo al pie de la cruz de Jesús y que las condujo las primeras al sepulcro la mañana de Pascua, ha aumentado con nuevo fervor. La lengua de fuego que se ha posado sobre ellas las hará elocuentes para hablar de su Maestro a los judíos y gentiles.

La turba de los judíos que oyó el ruido que anunciaba la venida del Espíritu Santo se reunió ante el Cenáculo. El mismo Espíritu que obra en lo íntimo de la conciencia tan maravillosamente los obliga a rodear esta casa que contiene en sus muros a la Iglesia que acaba de nacer. Resuenan sus clamores y pronto el celo de los apóstoles no puede contenerse en tan estrechos límites. En un momento el colegio apostólico se lanza a la puerta del Cenáculo para poderse comunicar con una multitud ansiosa por conocer el nuevo prodigio que acaba de hacer el Dios de Israel.

Pero he aquí que esa multitud compuesta de gente de todas las nacionalidades que espera oír hablar a galileos se queda estupefacta. No han hecho más que expresarse en palabras inarticuladas y confusas y cada uno los oye hablar en su propio idioma. El símbolo de la unidad aparece ahora en toda su magnificencia. La Iglesia cristiana se ha manifestado a todas las naciones representadas en esta multitud.

Esta Iglesia será una; porque Dios ha roto las barreras que en otro tiempo puso, en su justicia, para separar a las naciones. He aquí que los mensajeros de Jesucristo están dispuestos para ir a predicar el Evangelio por todo el mundo.

Entre los de la turba hay algunos que, insensibles al prodigio, se escandalizan de la embriaguez divina que ven en los Apóstoles: "Estos hombres, dicen, se han saturado de vino". Tal es el lenguaje del racionalismo que todo lo quiere explicar con las luces de la razón humana. Con todo eso los pretendidos embriagados de hoy verán postrados a sus pies a todos los pueblos del mundo, y con su embriaguez comunicarán a todas las razas del linaje humano el Espíritu que ellos poseen. Los Apóstoles creen llegado el momento; hay que proclamar el nuevo Pentecostés en el día aniversario del primero. ¿Pero quién será el Moisés que proclame la ley de la misericordia y del amor que reemplaza la ley de la justicia y del temor? El divino Emmanuel ya antes de subir al cielo lo había designado: será Pedro, el fundamento de la Iglesia. Ya es hora de que toda esa multitud lo vea y lo escuche; va a formarse el rebaño, pero es necesario que se muestre el pastor. Escucharemos al Espíritu Santo, que va a expresarse por su principal instrumento, en presencia de esta multitud asombrada y silenciosa; todas las palabras que profiere el Apóstol, aunque habla solamente una lengua, la escuchan sus oyentes de cualquier, idioma o país que sean. Solamente este discurso es una prueba inequívoca de la verdad y divinidad de la Nueva Ley.


REFLEXIONES DE PENTECOSTÉS (II)

[Retomamos lo que decíamos la semana pasada: "Escuchemos al Espíritu Santo, que va a expresarse por su principal instrumento, en presencia de esta multitud asombrada y silenciosa; todas las palabras que profiere el Apóstol, aunque habla solamente una lengua, la escuchan sus oyentes de cualquier idioma o país que sean. Solamente este discurso es una prueba inequívoca de la verdad y divinidad de la nueva ley".]

"Varones judíos, exclamó San Pedro, y habitantes todos de Jerusalén, oíd y, prestad atención a mis palabras. No están éstos borrachos, como vosotros suponéís, pues es la hora de Tercia, y esto es lo que predijo el profeta Joel: «Y sucederá en los últimos días, di ce el Señor, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños; y sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu y profetizarán». 

Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón probado por Dios entre vosotros con milagros prodigios y señales que Dios hizo por El en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis a éste, entregado según los designios de la presciencia de Dios, lo alzasteis en la cruz y le disteis muerte por mano de infieles. Pero Dios, rotas las ataduras de la muerte, lo resucitó, por cuanto no era posible que fuese dominado por ella, pues David dice de Él: «Mi carne reposará en la esperanza, porque no permitirás que tu Santo experimente la corrupción del sepulcro»

David no hablaba de sí propio, puesto que murió y su sepulcro permanece aún entre nosotros; anunciaba la resurrección de Cristo, el cual no ha quedado en el sepulcro ni su carne ha conocido la corrupción. A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Exaltado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo derramó sobre toda la tierra, como vosotros mismos veis y oís. Tened, pues, por cierto hijos de Israel, que Dios lo ha hecho Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado".

Así concluyó la promulgación de la nueva ley por boca del nuevo Moisés. ¿No habrían de recibir las gentes el don inestimable de este segundo Pentecostés, que disipaba las sombras del antiguo y que realizaba en este gran día las divinas realidades? Dios se revelaba y, como siempre, lo hacia con un milagro. Pedro recuerda los prodigios con que Jesús daba testimonio de sí mismo, de los cuales no hizo caso la Sinagoga. Anuncia la venida del Espíritu Santo, y como prueba alega el prodigio inaudito que sus oyentes tienen ante sus ojos, en el don de lenguas concedido a todos los habitantes del Cenáculo.

El Espíritu Santo que se cernía sobre la multitud continúa su obra, fecundando con su acción divina el corazón de aquellos predestinados. La fe nace y se desarrolla en un momento en estos discípulos del Sinaí que se habían reunido de todos los rincones del mundo para una Pascua y un Pentecostés que en adelante serán estériles. Llenos de miedo y de dolor por haber pedido la muerte del Justo, cuya resurrección y ascensión acaban de confesar, estos judíos de todo el mundo exclaman ante Pedro y sus compañeros: "Hermanos, ¿qué debemos hacer?" ¡Admirable disposición para recibir la fe!: el deseo de creer y la resolución firme de conformar sus obras con lo que crean. Pedro continúa su discurso: "Haced penitencia, les dice, y bautizaos todos en el nombre de Jesueristo, y también vosotros participaréis de los dones del Espíritu Santo. A vosotros se os hizo la promesa .y también a los gentiles; en una palabra: a todos aquellos a quienes llama el Señor".

San Pedro habló más; pero el libro de los Hechos no recoge más que estas palabras que resonaron como el último llamamiento a la salvación: "Salvaos, hijos de Israel, salvaos cíe esta generación perversa". En efecto, tenían que romper con los suyos, merecer por el sacrificio la gracia del nuevo Pentecostés, pasar de la Sinagoga a la Iglesia. Más de una lucha tuvieron que soportar en sus corazones; pero el triunfo del Espíritu Santo fue completo en este primer día. Tres mil personas se declararon discípulos de Jesús y fueron marcados con el sello de la divina adopción. Mañana hablará Pedro en el mismo templo y a su voz se proclamarán discípulos de Jesús más de cinco mil personas.

No es extraño que la Iglesia haya dado tanta importancia al misterio de Pentecostés como al de Pascua, dada la importancia de que goza en la economía del cristianismo. La Pascua es el rescate del hombre por la victoria de Cristo; en Pentecostés, el Espíritu Santo toma posesión del hombre rescatado; la Ascensión es el misterio intermediario: por una parte, consuma ésta el misterio de Pascua, constituyendo al Hombre-Dios vencedor de la muerte y cabeza de sus fieles, a la diestra de Dios Padre; por otra, determina el envío del Espíritu Santo sobre la tierra.

Este envío no podía realizarse antes de la glorificación de Jesucristo, como nos dice San Juan (8, 39) y numerosas razones alegadas por los Santos Padres nos ayudan a comprenderlo. El Hijo de quien, en unión con el Padre, procede el Espíritu Santo en la esencia divina, debía enviar personalmente también a este mismo Espíritu sobre la tierra. La misión exterior de una de las Divinas Personas no es más que la consecuencia y manifestación de la producción misteriosa y eterna que se efectúa en el .seno de la divinidad. Así, pues, al Padre no lo envían ni el Hijo ni el Espíritu Santo, porque no procede de ellos. Al Hijo lo envía el Padre, porque Éste lo engendra desde la eternidad. El Padre y el Hijo envían al Espíritu Santo, porque Éste procede de ambos. Pero, para que la misión del Espíritu Santo sirviese para dar mayor gloria al Hijo, no podía realizarse antes de la entronización del Verbo Encarnado en la diestra de Dios, además era en extremo glorioso para la naturaleza humana que, en el momento de ejecutarse esta misión, estuviese indisolublemente unido a la naturaleza divina en la persona del Hijo de Dios, de modo que se pudiese decir con verdad que el Hombre-Dios envió al Espíritu Santo sobre la tierra.

No se debía dar esta augusta misión al Espíritu Santo hasta que no se hubiese ocultado a los ojos de los hombres la humanidad de Jesús. Como hemos dicho, era necesario que los ojos y. el corazón de los fieles siguiesen al divino Ausente con un amor más puro y totalmente espiritual. Ahora bien, ¿a quién sino al Espíritu Santo correspondía traer a los hombres este amor nuevo, puesto que es el lazo que une en un amor eterno al Padre y al Hijo? Este Espíritu que abraza y une se llama en las Sagradas Escrituras "el don de Dios"; Éste es quien nos envían hoy el Padre y el Hijo. Recordemos lo que dijo Jesús a la Samaritana junto al pozo de Sicar: "Si conocieses el clon de Dios". Aún no había bajado, hasta entonces no se había manifestado más que por algunos dones parciales. A partir de este momento, una inundación de fuego cubre toda la tierra: el Espíritu Santo anima todo, obra en todos los lugares. Nosotros conocemos el don de Dios; no tenemos más que aceptarlo y abrirle las puertas de nuestro corazón para que penetre como en el corazón de los tres mil que se han convertido por el sermón de San Pedro.

(Tomado del libró (le Dom Guéranger, "El año litúrgico")