Benedicto XVI, Homilía eucarística de Pentecostés - 2005
(mayo 15 de 2005)
Queridos Hermanos en el Episcopado y en el sacerdocio,
queridos ordenandos,
queridos hermanos y hermanas,
La primera lectura y el Evangelio del Domingo de Pentecostés nos ofrecen las dos grandes imágenes de la misión del Espíritu Santo. La lectura de los Hechos de los Apóstoles narra cómo, en el día de Pentecostés, el Espíritu Santo, bajo los signos de un viento impetuoso y del fuego, irrumpe en la comunidad orante de los discípulos de Jesús y da así origen a la Iglesia.
Para Israel, la Pentecostés - fiesta de la cosecha - se había convertido en la fiesta que recordaba el establecimiento de la Alianza del Sinaí. Dios había mostrado su presencia ante el pueblo bajo los signos del viento y del fuego, y después les hizo el don de su ley, los diez mandamientos. Solamente así la obra de la liberación, comenzado con el éxodo de Egipto, llegaba a su cumplimiento: la libertad humana es siempre una libertad compartida, una común participación en la libertad. Sólo en una ordenada armonía de libertades, que descubre a cada persona su propio ámbito, puede darse una libertad común,
De esta manera, el don de la ley desde el Sinaí no era una restricción o una abolición de la libertad, sino el fundamento de la libertad verdadera. Y puesto que un ordenamiento humano justo puede darse solamente si viene de Dios y si une a hombres y a mujeres en la perspectiva de Dios, en una ordenada disposición de la libertad humana no pueden faltar los mandamientos que Dios mismo nos da. Israel llegó a ser plenamente un pueblo, precisamente por medio de la Alianza del Sinaí. El encuentro de Israel con Dios en el Sinaí se pude considerar como el fundamento y la garantía de su existencia como pueblo. El viento y el fuego, que envolvieron a la comunidad de los discípulos de Cristo reunidos en la “estancia superior”, vienen a ser como un desarrollo del acontecimiento del Sinaí y lo lleva a su plenitud.
Se encontraban en Jerusalén ese día, según qué se escribe en los Hechos de los Apóstoles: "judíos piadosos de toda nación bajo cielo" (Hechos 2: 5). Y he aquí que se manifiesta el don característico del Espíritu Santo: todos entendían las palabras de los Apóstoles: "cada uno les entendía en su propia lengua" (Hechos 2, 6). El Espíritu Santo hace entender. Él vence la ruptura comenzada en Babel - la confusión de corazones, que nos coloca a cada uno contra el otro - el Espíritu abre las fronteras. El pueblo del Dios que encontró su primera configuración en el Sinaí, ahora se agranda hasta el punto de no conocer ninguna frontera. El nuevo pueblo del Dios, la Iglesia, es un pueblo que proviene de todos los pueblos. La Iglesia es católica desde su principio y ésta es su esencia más profunda.
San Pablo explica y subraya esto en la segunda lectura cuando él dice: "En realidad todos nosotros estamos bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo Cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres; todos hemos bebido del mismo Espíritu” (1 Cor 12, 13). La Iglesia debe ser de nuevo lo que es ya realmente; ella debe abrir las fronteras entre los pueblos y romper las barreras entre las clases y las razas. En ella, no puede haber ni olvidados ni despreciados. En la Iglesia hay solamente hermanos y hermanas de Jesucristo libres. El viento y el fuego del Espíritu Santo deben abrir continuamente esas barreras que los hombres y las mujeres continuamos construyendo entre nosotros mismos; debemos pasar de nuevo desde Babel –desde la cerrazón de dentro de nosotros- a Pentecostés. Por ello, debemos rogar continuamente para que el Espíritu Santo nos abra y nos dé la gracia de la comprensión, de modo que lleguemos a ser el pueblo del Dios que proviene de todo pueblo; aún más, nos dice San Pablo: en Cristo, que como un único pan nos alimenta a todos en la Eucaristía y nos atrae hacia sí en su cuerpo clavado en la cruz, debemos llegar a ser un solo un cuerpo y un solo espíritu.
La segunda imagen que encontramos en el Evangelio del envío del Espíritu es mucho más discreta. Precisamente de este modo hace notar toda la grandeza del acontecimiento de Pentecostés. El Señor Resucitado pasa a través de las puertas cerradas y entra en el lugar donde están los discípulos, y los saluda dos veces con las palabras: la "paz esté con vosotros". Nosotros cerramos continuamente nuestras puertas; deseamos sentirnos seguros y no deseamos ser molestados por los demás ni siquiera por Dios; por eso, podemos implorar continuamente al Señor precisamente para esto, para que él venga a nosotros, venciendo nuestro encierro y nos traiga su saludo: "la paz esté con vosotros". Este saludo del Señor es un puente que él construye entre el cielo y la tierra. Él desciende en este puente hasta nosotros, y nosotros podemos subir en este puente de la paz hacia Él. Sobre este puente, siempre junto con El, debemos llegar también a nuestro vecino, llegar a quién nos necesita.
Precisamente abajándonos junto con Cristo, nos alzamos hasta Él y hasta Dios. Dios es Amor y, por ello, el descenso, el abajamiento que el amor nos pide, es al mismo tiempo la verdadera ascensión. De esta manera, cuando nos humillamos, alcanzamos la altura de Jesucristo, la verdadera altura de la condición humana.
Al saludo del Señor de la paz se siguen dos gestos decisivos para Pentecostés: el Señor quiere que su misión continúe en los discípulos: "Como el Padre me ha enviado, así os envío yo” (Jn 20, 21). Después, soplando sobre ellos les dice: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonareis los pecados les serán perdonados; a quienes se los retuviereis les serán retenidos"(Jn 20, 23). El Señor exhala su aliento sobre los discípulos, dándoles el Espíritu Santo, su propio Espíritu. La respiración de Jesús es el Espíritu Santo.
Reconocemos aquí, en el primer lugar, una alusión hecha a la historia de la creación en el libro del Génesis, donde se lee: "el Señor Dios formó al hombre de polvo de la tierra e insufló en sus narices un hálito de vida" (Gn 2, 7). El hombre es esa misteriosa criatura que viene enteramente de la tierra, pero en quien se ha puesto el soplo de Dios. Jesús exhala su aliento sobre los Apóstoles y les da, de un modo nuevo y en una medida superior, el hálito de Dios.
En los hombres, a pesar de que todas sus limitaciones, se da ahora algo absolutamente nuevo: el soplo divino. La vida de Dios reside en nosotros. El hálito de su amor, de su verdad y de su bondad. De esta manera podemos ver aquí también una alusión al bautismo y la confirmación, a este nuevo pertenecer a Dios que el Señor mismo nos da. La lectura del Evangelio nos invita a esto: a vivir siempre dentro de la respiración de Jesús Cristo, recibiendo vida de él, de modo que él pueda inspirar en nosotros vida auténtica, la vida que ninguna muerte puede quitar jamás. A su expiración, al don del Espíritu Santo, el Señor asocia el poder de perdonar.
Hemos oído anteriormente que el Espíritu Santo une, franquea las fronteras, nos conduce hacia los demás. La fuerza que abre y permite vencer a Babel es la fuerza del perdón. Jesús puede conceder el perdón y el poder de perdonar porque él en sí mismo sufrió las consecuencias del pecado y las disipó en la llama de su amor. El perdón viene de la cruz; él transforma el mundo con el amor que se entrega. Su corazón abierto en la cruz es la puerta a través de la cual entra en el mundo la gracia del perdón. Y solamente esta gracia puede transformar el mundo y construir paz.
Si comparamos los dos acontecimientos de Pentecostés -el viento fuerte del 50º día y la respiración apacible de Jesús en la tarde de Pascua- puede ser que pensemos en el contraste entre dos episodios que ocurrieron en Sinaí, relatados en el Antiguo Testamento. Por una parte, está la narración del fuego, del trueno y del viento, que preceden a la promulgación de los Diez Mandamientos y el establecimiento de la Alianza (Ex 19 ss.); por otra, está la narración misteriosa de Elías en Monte Horeb.
Tras los acontecimientos dramáticos en el Monte Carmelo, Elías huyó de la cólera de Akab y de Jezabel. Siguiendo el mandato de Dios, viajó al Monte Horeb. El don de la alianza divina, el don de la fe en un solo Dios, parecía haber desaparecido de Israel. En cierta manera, Elías debe reencender la llama de la fe en la montaña de Dios y llevarla de nuevo a Israel. Él experimenta, en ese lugar, el viento, el terremoto y el fuego. Pero Dios no está presente en ninguno de estos elementos. Elías entonces percibe una brisa suave, dulce; y Dios le habla en esa brisa suave (1 Re 19, 11.18). Acaso, lo que acontece la tarde de Pascua, cuando Jesús se aparece a sus Apóstoles ¿no es lo más adecuado para transmitirnos esta enseñanza? Quizá vemos aquí una alusión a la figura del Siervo de Yahweh, de quien Isaías dice: "no gritará ni levantará su voz, no hará oir su voz en la calle" (Is 42, 2) ¿La figura humilde de Jesús no aparece esta manera, como la revelación verdadera en la cual el Dios se manifiesta y nos habla? ¿No son la humildad y la bondad de Jesús la verdadera epifanía de Dios?
En el Monte Carmelo, Elías había intentado combatir el alejamiento de Dios con el fuego y la espada, matando a los profetas de Baal. Pero de esta manera no pudo restaurar la fe. En Horeb, Elías pudo comprender que Dios no está en el viento, en el terremoto o en el fuego; Elías debe aprender a percibir la voz suave de Dios, y de esta manera aprende a reconocer de antemano a quien venció al pecado no con la fuerza sino por su pasión; a quien, por su sufrimiento, nos ha concedido el poder de perdonar. Éste es el modo en el que Dios vence.
Queridos ordenandos, así es como el mensaje de Pentecostés se dirige directamente a vosotros. La escena pentecostal del Evangelio de Juan habla de vosotros y está dirigida a vosotros. A cada uno de vosotros, de una manera muy personal, el Señor le dice: ¡La paz sea con vosotros, la paz sea contigo! Cuando el Señor dice esto, no significa que nos da algo, sino que se da él mismo. De hecho, él mismo es la paz (cf. Eph 2, 14).
En este saludo del Señor, podemos también prever una referencia al gran misterio de la fe, a la Santa Eucaristía, en la cual él se nos da continuamente a nosotros, y, con él, la paz verdadera. Este saludo se sitúa así en el centro de vuestra misión sacerdotal: el Señor os confía el misterio de este sacramento. En su nombre podéis decir: "Esto es mi cuerpo... Esta es mi sangre”. Dejaos atraer siempre de nuevo por la Santa Eucaristía, por la comunión de vida con Cristo. Considerad como el centro de cada jornada la posibilidad celebrarla de un modo digno. Llevad siempre de nuevo a los hombres a este misterio. Ayudadles, comenzando por la Eucaristía, a traer al mundo la paz de Cristo.
En la lectura del Evangelio acabamos de oír, una segunda frase del Resucitado: "Como el Padre me ha enviado me, así os envío yo" (Jn 20, 21). Cristo dice esto de una manera muy personal a cada uno de vosotros.
Con la ordenación sacerdotal os insertáis en la misión apostólica. El Espíritu Santo es soplo, aire, pero no es amorfo; es un Espíritu ordenado. Y se manifiesta precisamente poniendo orden en la misión, en el sacramento del sacerdocio, mediante el cual el ministerio de los Apóstoles se continúa. A través de este ministerio, os insertáis en la multitud de quienes, comenzando en Pentecostés, han recibido la misión apostólica. Os insertáis en la comunión del presbiterio, en la comunión con el obispo y con el sucesor de San Pedro, que aquí en Roma es también vuestro obispo. Todos estamos insertos en la red de la obediencia a la palabra de Cristo, a la palabra de quien nos da la libertad verdadera porque él nos conduce en los espacios libres y los horizontes abiertos de la verdad.
Precisamente en este ligamen común con el Señor podemos y debemos vivir el dinamismo del Espíritu. De la misma manera que el Señor ha salido del Padre y nos ha dado luz, vida y amor, así también la misión debe ponernos siempre en movimiento, hacernos solícitos, para llevar la alegría de Cristo a quienes sufren, a quienes estén en duda, y también a los renuentes. Por último, tenemos el poder de perdonar. El sacramento de la Penitencia es uno de los tesoros preciosos de la Iglesia, puesto que la renovación auténtica del mundo se logra solamente con el perdón. Nada puede mejorar el mundo si no se vence el mal. El mal se puede vencer solamente por el perdón. Ciertamente, debe ser un perdón eficaz; y solamente el Señor puede darnos ese perdón, un perdón que aleja al mal no sólo de palabra, sino que realmente lo destruye. Eso sólo puede acontecer con el sufrimiento y se ha hecho realidad con el amor que sufre de Cristo, de quien alcanzamos el poder de perdonar.
Para concluir, queridos ordenandos, os encomiendo a la Madre del Señor. Haced como San Juan, dándole acogida profunda en vuestro corazón. Dejaos renovar siempre en su amor maternal. Aprended de ella a amar a Cristo. El Señor bendiga vuestro camino sacerdotal. Amen.
Autor: Benedicto XVI
Fuente: www.vatican.va